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MECÁNICA POPULAR, un cuento de Raymond Carver

  • estacionchilecito
  • 16 ene 2021
  • 5 Min. de lectura


Raymond Carver y el "realismo sucio"

Raymond Carver (1938-1988), es considerado uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX.

Nacido en Oregon, en el seno de una familia humilde, su obra se destaca principalmente, por sus relatos de corte minimalista, en su mayoría ambientados en la región noroeste de Estados Unidos y protagonizados por personajes de clase trabajadora o media-baja.


Siendo padre muy joven, al mismo tiempo que estudiaba, y para sustentar a su familia, el escritor aceptó trabajos temporales pobremente remunerados como vendedor de productos farmacéuticos, conserje de hospital, asistente de biblioteca e incluso en un aserradero.


Carver se inició en el mundo de la literatura asistiendo a un curso de escritura creativa impartido por John Gardner en la Chico State University, el cual sería clave para el posterior desarrollo de la carrera del autor americano. Tras completar la universidad, realizó un posgrado como escritor en el prestigioso programa de Writer’s Workshop de la Universidad de Iowa.


Comenzó a publicar en revistas universitarias casi al mismo tiempo que inició su trabajo como profesor de inglés, y una carrera itinerante enseñando en varias universidades mientras trataba de mantener a su familia y escribir sus propias creaciones.


Su cuento ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, escrito en 1967, pero publicado en 1976, fue incluido en Las Mejores Historias Cortas Americanas y llegó a ser finalista del National Book Award.


El estilo de Carver se sitúa en la corriente conocida como “realismo sucio”. Relatos con un estilo minimalista y una perspectiva irónica y melancólica sobre historias y personajes cotidianos —sin nada heroico o excepcional—, una narración seca y sin concesiones metafóricas, corriente que comparte con otros autores estadounidenses como John Fante (1909-1983), Charles Bukowski (1920-1994), Richard Ford (1944) y Tobias Wolff (1945).


Carver fue maestro del cuento corto, ganando seis veces el O. Henry Award, y su antología Catedral para la crítica fue una de las obras más influyentes de la literatura de finales del siglo XX.


Siendo Carver un escritor muy influyente en escritores contemporáneos, su obra literaria no es muy profusa. Su primer libro de relatos Ponte en mi lugar (1974), fue corregido durante quince años antes de su publicación. Luego siguieron ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), el cual a principios de los 70, consiguió sacar a su autor del anonimato; ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (1981); Catedral (1983), para la crítica su mejor obra, Desde donde llamo (1988), Tres rosas amarillas (1988), obra en la que se manifiesta cierto cambio en su estilo narrativo y Si me necesitas, llámame (2001), editado tras su muerte. A sus relatos se agregan también las ediciones de sus poesías.


La consolidación de su carrera literaria contrasta con su impenitente alcoholismo que lo llevó a ser hospitalizado tres veces entre junio de 1976 y febrero de 1977, pudiendo superar esa adicción con la ayuda de Alcohólicos Anónimos, si bien el escritor continuó fumando marihuana con regularidad y también experimentando con la cocaína.


El 2 de agosto de 1988 Carver murió en Port Angeles, estado de Washington, de cáncer de pulmón a la edad de 50 años. Ese mismo año, fue admitido en la Academia Estadounidense de Artes y Letras


Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo, y le consideran el padre de la citada corriente del «realismo sucio». En la época de su muerte, Carver era considerado un escritor de moda, un icono que América: “No podría darse el lujo de perder”, según Richar Gottlieb —entonces editor del The New Yorker—. “Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor del siglo junto a Chejov”, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño.

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Mecánica Popular

Un cuento de Raymond Chandler

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.

Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció por la puerta.

–¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! –gritó–. ¿Me oyes?

Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.

–¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! –Empezó a llorar–. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?

Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.

Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio la vuelta y volvió a la sala.

–Trae eso aquí –le ordenó él.

–Coge tus cosas y lárgate –contestó ella.

Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.

Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos.

–Quiero al niño –dijo él.

–¿Estás loco?

–No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.

–A este niño no lo tocas –le advirtió ella.

El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.

–Oh! Oh! –exclamó ella mirando al niño.

Él avanzó hacia ella.

–¡Por el amor de Dios! –se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.

–Quiero el niño.

–¡Fuera de aquí!

Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.

–Suéltalo –dijo.

–¡Apártate! ¡Apártate! –gritó ella.

El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.

Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.

–Suéltalo –repitió.

–No –dijo ella–. Le estás haciendo daño al niño.

–No le estoy haciendo daño.

Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.

Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.

–¡No! –gritó al darse cuenta que sus manos cedían.

Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó atrás.

Pero él no lo soltaba.

Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y tiró con todas sus fuerzas.

Así, la cuestión quedó zanjada.




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