top of page

Manuel J. Castilla, el vigente poeta salteño

  • estacionchilecito
  • 12 feb 2021
  • 8 Min. de lectura

Colección Teuco Castilla
Colección Teuco Castilla

Por Néstor García Martinez. Versión original publicada en La Nación, diciembre 2010.

Escribió páginas de gloria en el folclore argentino junto a músicos de la talla del Cuchi Leguizamón. Formó parte de un grupo de líricos salteños que marcó una época en la literatura norteña, allá por los años 40. Veinte años más tarde algunos de ellos protagonizarían ese gran movimiento cancionero conocido como «el auge del folclore de los años 60», que trascendió a todo el país. Ellos fueron herederos del sentir comarcano de Juan Carlos Dávalos, patriarca y pionero de la novela, el cuento y la poesía del noroeste argentino.

Lo recuerdo al barbudo Castilla a fines de los años 60, caminando por las calles de Salta, pulcro, algo desaliñado, sonriente, de mirada soñadora y bondadosa. Conservó toda la vida el pelo oscuro, en cambio lucía la barba completamente blanca. Irónicamente comentaba a sus amistades: «¿Saben por qué tengo la cabeza negra y la barba blanca? Porque siempre hice trabajar más la papada que la pensadora», cerrando la ocurrencia con una carcajada.

Manuel J. Castilla formó parte de un grupo de líricos salteños que marcó una época en la literatura norteña, allá por los años 40. Veinte años más tarde algunos de ellos protagonizarían ese gran movimiento cancionero conocido como «el auge del folclore de los años 60», que trascendió a todo el país. Ellos fueron herederos del sentir comarcano de Juan Carlos Dávalos, patriarca y pionero de la novela, el cuento y la poesía del noroeste argentino.

Además de Castilla, ese grupo estuvo integrado por Jaime y Arturo Dávalos, José Ríos, César Perdiguero, Julio Santos Espinosa, Ariel Petrocelli y Aráoz Anzoátegui, por citar algunos nombres. Es preciso agregar a los músicos, solistas y conjuntos que difundieron la obra de los nombrados por medio de la canción: Eduardo Falú, Gustavo Leguizamón, José Juan Botella, Los Chalchaleros, Los Fronterizos, Los Cantores del Alba, Los de Salta, Los Nombradores y Jorge Cafrune, entre otros.

Manuel nació en Cerrillos, Salta, el 18 de agosto de 1918, allí el padre era jefe de la estación ferroviaria. Transcurrió su infancia presenciando desde los andenes la llegada y el paso alegre de los trenes, en medio de un paisaje de encantamiento, por momentos invadido por ráfagas de humo. En los primeros escritos recordaría con nostalgia esas épocas en el poema «El Tren»: «Madre/ ya viene el tren con su alegría/ y el crisantemo de humo que desgrana/ No sé por qué te siento más lejana/ cuando miro tu melancolía». «Oh, padre, adiós perdido en los andenes/ donde no sé por qué yo siempre espero».

Manuel J. Castilla formó parte de un grupo de líricos salteños que marcó una época en la literatura norteña, allá por los años 40. Veinte años más tarde algunos de ellos protagonizarían ese gran movimiento cancionero conocido como «el auge del folclore de los años 60», que trascendió a todo el país. Ellos fueron herederos del sentir comarcano de Juan Carlos Dávalos, patriarca y pionero de la novela, el cuento y la poesía del noroeste argentino.

Además de Castilla, ese grupo estuvo integrado por Jaime y Arturo Dávalos, José Ríos, César Perdiguero, Julio Santos Espinosa, Ariel Petrocelli y Aráoz Anzoátegui, por citar algunos nombres. Es preciso agregar a los músicos, solistas y conjuntos que difundieron la obra de los nombrados por medio de la canción: Eduardo Falú, Gustavo Leguizamón, José Juan Botella, Los Chalchaleros, Los Fronterizos, Los Cantores del Alba, Los de Salta, Los Nombradores y Jorge Cafrune, entre otros.

Manuel nació en Cerrilos, Salta, el 18 de agosto de 1918, allí el padre era jefe de la estación ferroviaria. Transcurrió su infancia presenciando desde los andenes la llegada y el paso alegre de los trenes, en medio de un paisaje de encantamiento, por momentos invadido por ráfagas de humo. En los primeros escritos recordaría con nostalgia esas épocas en el poema El Tren: «Madre/ ya viene el tren con su alegría/ y el crisantemo de humo que desgrana/ No sé por qué te siento más lejana/ cuando miro tu melancolía». «Oh, padre, adiós perdido en los andenes/ donde no sé por qué yo siempre espero».

El barbudo gustaba de la bohemia con amigos, acompañada por el vaso cordial. Así solía amanecerse en el boliche de Valderrama con el Cuchi Leguizamón, José Ríos y Perdiguero, hermanos de sueños y emociones, disfrutando momentos plenos de poesía; o en lo de cualquier otro lírico de la época, también creando, recitando con canto y guitarra de por medio.

Pese a haber vivido dentro de una calma provinciana tuvo una vida matizada, incluso fue hombre de mundo. Con César Perdiguero anduvo por España, Estados Unidos y México. En España conoció a Eduardo López Chavarri, destacado musicólogo y crítico de arte español.

El talento de Castilla estaba consolidado por una gran formación, nutrida principalmente de los clásicos castellanos y otras fuentes de la literatura universal. Fue titiritero, director de la Biblioteca Victorino de la Plaza, periodista del diario El Tribuno, de la capital salteña, pero fundamentalmente poeta.

En épocas de carnaval acostumbraba a perderse en las serranías calchaquíes para vivir esa fiesta y divertirse con el pueblo. En una ocasión viajó con el Cuchi Leguizamón a La Poma y en una carpa se trenzaron con Eulogia Tapia en una amable payada de coplas. Resultó ganadora la moza bagualera. De esa vivencia nació La Pomeña, que ambos le dedicaron a la muchacha. El tema, de gran trascendencia, comienza diciendo: «Eulogia Tapia en la Poma/ al aire va su cintura/ si pasa sobre la arena/ y va pisando la luna».

Manuel, también fue peregrino por tierras americanas, anduvo norte arriba visitando Perú y Bolivia, países que lo fascinaban, quizás por alguno de sus ancestros altoperuanos y por la cultura de siglos atesorada por el pueblo boliviano, orgulloso de su identidad. Allá conoció el ambiente minero y vivió de cerca el drama de los trabajadores. Esas vivencias dieron origen al libro «Copajira». Uno de sus versos, «La Palliri» (mujer que trabaja en las minas) sentencia: «La Palliri no canta/ ni tampoco hila sueños»./ «Y no sabe que a ratos/ entre sus brazos recios / se le duerme el martillo/ como un niño de hierro/».

La producción cancionera de Castilla es muy vasta, con Leguizamón formó una importante dupla autoral. Aparte de La Pomeña compusieron otros temas de trascendencia como Zamba del Pañuelo, Balderrama, La Arenosa y Canción de Totoralejos, entre otros. En la composición también se unió a Cayetano Saluzzi, Fernando Portal, Rolando Valladares y Eduardo Falú.

Hace tres décadas que Manuel partió a las estrellas (18 de julio de 1980), pero perduran sus poemas y canciones en el tiempo, que hicieron trascender con sentimiento y belleza el misterio del paisaje de su Salta, La Linda.




TRES POEMAS DE MANUEL J. CASTILLA





OTRA VEZ LA TIERRA (incluído en Andenes del ocaso, 1967)

A Luis Víctor Outes (h)

A Eddy Outes

Yo tampoco sé nunca por qué me maravillas.

Te voy mirando y siento que mis ojos son húmedas semillas

transparentes,

que dentro de ellos duerme tu silencio más grávido

y pares la granada de candor del rocío.

A veces tiendes desde tu vientre mineral más oscuro

el ademán sonámbulo invisible del imán, mano de tu memoria,

y me acaricias.

Entonces cuento a todos que tú me has recordado,

que en mi barba se mueve tu corazón como un humo levísimo

y como un sueño que anda me fundo en el crepúsculo.

Me quedo viéndote lagrimear añares en la iguana,

crecer desde su cáscara de ananá madurando

y es como si sintiera moverse entre mis manos

amarillenta y vieja y melancólica la yema del otoño.

Hay noches en que el hombre vaciándose en un grito

parte como con sangre medio a medio tu monte.

Entonces te posee entre los griterías de los pájaros,

llena de sed la boca, el pelo de hojarasca estrujada,

sorbiéndote la piel hasta endulzarse entero.

Lejos, entre el viento y la escoria cariada de la piedra, en la Poma,

te ablandas como en la lana leve de los pastores.

Yo les hablo escarbando lo que callan. Les digo que te olviden

y ellos desde sus calles solas miran enmudecidos

el pedregal que cavan las uñas de sus muertos.

Otros días estallas en sus pechos cantando,

los mojas con tu savia golpeándolos con flores coloradas,

los paras en la danza con que te enguirnalda su alegría,

te hacen enternecer y te enamoran

hasta que yacen todos embriagados.

Tú, dormida,

los amamantas como a tu primer hijo, todavía.

Nunca sabré por qué me maravillas.



EL GOZANTE (incluído en Cantos del gozante, 1972)

A Ricardo E. Molinari

Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.

El que bajo las nubes se queda silencioso.

Pienso: si alguno me tocara las manos

se iría enloquecido de eternidad,

húmedo de astros lilas, relucientes.

Estoy solo de espaldas transformándome.

En este mismo instante un saurio me envejece y soy leña

y miro por los ojos de las alas de las mariposas

un ocaso vinoso y transparente.

En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.

De mí nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego llorando

con rocío.

Sé que en este momento, dentro mío, nace el

viento como un enardecido río de uñas y de agua.

Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.

A veces un lapacho me corona con flores blancas

y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo de la tierra.

Miro los cachos del banano,

veo arañar sus dulces dedos de oro

y en las sandías

los genitales verdes del verano llenan mi corazón de poblaciones.

Siento que estoy tapado por luciérnagas

y que en mi pelo crece la niñez del relámpago.

Lo que pisa mi piel igual que arena lo traga para siempre.

La sombra de los pájaros es como un agua negra que acaricia mi nuca,

una hormiga me deja su ají breve en la boca

y me voy a los tumbos en la noche

por el agujereado camino de los sapos.

¿Quién me arrima la paz de la tortuga?

¿Quién desempoza el tiempo de su cáscara?

Soy el que por la piedra lechosa del quirquincho

bebe en miel las abejas

como el rocío maduro de la música.

¿A dónde irán mis ojos llenos de hojas?

¿Por dónde en ellos vagará el cielo yéndose?

Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo,

lo estoy haciendo despaciosamente.

De cara al infinito

siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.

Si se me antoja, digo, si esperase un momento,

puedo dejar que encima de mis ingles

amamante la luna sus colmillos pequeños.

Miren mis ojos cuando yo estoy pensando a ver si es que les

miento.

Zorros la cola como cortaderas, gualacates rocosos,

corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,

garzas meditabundas,

yararás despielándose,

acatancas rodando la bosta de su mundo,

todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste nada y mi alegría.

Después, si ya estoy muerto,

échenme arena y agua. Así regreso.

Junio, 1970

ESPERO QUE ME LLUEVA (incluído en Cantos del gozante, 1972)

Ese hongo anaranjado y húmedo pegado en la corteza de este tronco

[en el monte

es mi oreja y escucho, hasta el más leve, todos los ruidos de la tierra.

Puedo decir ahora de qué silencio nace el agua y qué oro la moja

[para hacer el maíz

mientras crecen enfurecidas las hebras tiernísimas de las manos

[del mamboretá mascador de las moscas.

Adivino, ya oscuro, qué savia se derrama y se endurece haciendo

[las luciérnagas.

Oigo abajo, disuelta, vagar perdida la negrura hasta quedarse quieta,

[vuelta sangre molida en el lomo del escarabajo.

Estando así, sé del latido en yema del avestruz y su fuga inútil, ciega,

como en el vientre de una noche redonda y sin salida.

Oigo la greda machacando los mármoles y volverse ceniza.

El esmeralda ahogado, entristecido, trepa por las raíces, se deshunde

y alarmado y gozoso vuela por naranjales en las alas del loro.

Estoy brotando húmedo y soy la misma saliva de la vida.

Si ahora me muriese, si un hachero aplastase distraído esta oreja,

tendría una pena como un río de larga, de irme yendo así solo a la

[muerte.

Es apenas un miedo esto que digo. Un rocío que siente que va

[a pisarlo el viento.

Sigo vivo mirando cómo teje la niebla

este helecho que al aire dice adiós al olvido,

cómo pasa rameando la víbora la cola enardecida

de su tigre perdido.

Están naciendo hundidos los colores. Sus picos, como pájaros,

[quiebran la cal del huevo que los tiene.

Debe ser el celeste el que aparece

y subiendo no sabe si sus ojos son cielo.

Ya trepa el rojo lastimado. Lame sus llagas con sus lenguas condolidas

[el fuego.

Rosa en el cháguar, beberá su leche llena de espinas que lo irán

[mordiendo.

Y cuando venga el blanco, ese que aún no es blanco todavía, sino

[sólo tinieblas,

irá a mojar los pies en la cuajada sombra de la luna.

El amarillo trae una semilla encima y triste que lo agobia en su otoño.

Cuando se halle a mi lado será como si estuviera regresando arrugado,

porque es de cobre el monte y es de muerte la hojarasca reseca.

Todo lo estoy oyendo. Late insomne la vida y me estremece.

Voy a seguir creciendo y escuchando mientras sigo esperando que

[me llueva.

Mayo, 1971




Comentarios


Agenda

bottom of page