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El santito de Villa Unión

  • estacionchilecito
  • 5 feb 2021
  • 16 Min. de lectura

Foto: Néstor García
Foto: Néstor García

Por Guido Carelli Lynch. Publicado en revista Ñ, el 18 de julio de 2009.

A 280 kilómetros de la capital riojana, el fenómeno de un santito local retrata toda la vida de un pueblo. La historia de Miguel Ángel Gaitán, el “angelito milagroso”, sirve para preguntarse cuándo y cómo nace una creencia popular y qué lugar ocupa la fe cundo el estado se ausenta. Cuentos de curanderos, brujos y milagros entre los cerros.

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Argentina Nery Olguín de Gaitán debe ser una de las mujeres que más veces tocó un muerto. Más veces que un cirujano o un asesino, más veces que un sepulturero, más veces que un forense, aunque es cierto que todos ellos tocan muertos frescos, todavía tibios, muertos algo vivos. Argentina, en cambio, toca desde el 72´, mañana y tarde, el cuerpo frío y mínimo de uno de sus hijos, Miguelito Gaitán, el santito de Villa Unión.

Cuando la vi por primera vez, después de cruzarla en el cementerio, le pregunté cómo había empezado todo. Me respondió con poco entusiasmo que todo está “en el libro”, y ahí nomás me regaló una fotocopia de las que vendía con la historia de Miguel, donde había un fragmento firmados por uno de los poetas del pueblo, un tal Juan Pavón.

Hacia el fui, por segunda vez.

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“Látex entre los cerros” debería llamarse algún próximo poema de Juan Ceferino Pavón, un hombre al que no le cuesta explicar su vocación.

-Yo soy poeta- me dice en la puerta de su casa, mientras me entrega las fotocopias de su libro que me había prometido, del mismo que Argentina recortó fragmentos para el folleto que explica la vida, la muerte y los milagros de su hijo.

-Yo soy poeta- repite. Y lo dice serio, entre conmovido y místico. Lo dice serio, a pesar de que está en cuero, con el torso desnudo, a pesar de los guantes de látex y de la tintura fresca en la cabeza. Sucede que “El diaguita”, como también se lo conoce, además de poeta y a pesar del polvo de los cerros que cubre todo en el pueblo, es un hombre que a sus 55 años no renuncia a la coquetería, a una muy particular al menos.

Los 13 mil ejemplares del libro del diaguita se agotaron en tres meses, en el 96´. Muchos los regaló y la mayoría los vendió en el cementerio, con ayuda de Argentina. Eso fue todo, dice el autor. Después no hubo dinero para reediciones, a pesar de que le insistió a la dueña de la historia. A Pavón le hubiese perdonado la cifra inflada si en las veintidós páginas de El angelito milagroso. Miguel Ángel Gaitán hubiera encontrado perturbación, desesperación y muerte en vez de las reflexiones trascendentales, sinceras, con un tono convencido de autoayuda.

-De joven era más simbolista- se excusa y cuenta cómo el santito de Villa Unión lo ayudó a dejar la ginebra que tanto le gustaba. Ahí le surgió la idea de documentarlo todo, como un conjuro, como una epifanía. Le pidió ayuda a la madre de Miguel Ángel, a Doña Argentina, para investigar y documentar la historia del santito.

La prosa cursi y auténtica de Pavón guarda todos los hechos, todas las fechas y es insoportablemente informativa acerca de los casi doce meses que Miguelito Gaitán, el hijo de Argentina, vivió entre julio del 66 y junio del 67, hasta la noche en que se enfermó de golpe.

El libro no dice mucho más que el cuento que todos en el pueblo repiten con pocas variaciones…con demasiado pocas. Y a pesar de que la mayoría dice meningitis, Pavón sólo detalla que Miguel “… se fue con su alma pura y limpia, sin conocer el pecado “Era ya un Elejido”.

Sólo después llegarían los favores y los milagros, sólo después llegaría el tiempo del santito de Villa Unión. Después de que apareciera destapado una, dos y hasta tres veces; hasta que interpretaran su deseo de estar “afuera”, a la vista de todos, cuenta el diaguita.

-Y la gente le pide y le agradece con juguetes. A veces aparecen desparramados, porque Miguel estuvo jugando de noche.

La entrega del libro y mi despedida de Pavón de pronto se hizo larga y un poco asfixiante. Su poema “Juguetes en el cementerio” me parece mucho más perturbador ahora que veo a su autor con guantes cortos de latex, como si fuera un asesino al que interrumpí en plena tarea, descuartizando a su víctima. Me despido como puedo. Pavón se disculpa por el saludo profiláctico y yo sólo atino, como si fuera algo normal, a estrecharle la muñeca. Le sonrió y salgo aliviado, abrumado.



Doña Argentina Gaitán en el altar de su hijo, al que visita todos los días. “Para nosotros no está muerto”, dice.  Foto: Néstor García

Doña Argentina Gaitán en el altar de su hijo, al que visita todos los días. “Para nosotros no está muerto”, dice. Foto: Néstor García


Villa Unión está en deuda con su santito. Quizá por eso, en la entrada del pueblo, todavía se lee el cartel que avisa: “Bienvenidos a Villa Unión. Milagrosamente sorprendente”. Las letras que faltan en el cartel son una parábola de la suerte sinuosa de este páramo, el más importante de los tres que conforman el municipio de Coronel Felipe Varela. Acá, el menemismo se quedó en el asfalto, en las rutas provinciales perfectamente señalizadas y sin baches que rodean el pueblo antes de morir en la cordillera. Acá, todo alude a Miguel Ángel Gaitán, el abandono también. De cualquier manera, no puede decirse que el cartel falte a la verdad, sobre todo después de recorrer la ruta y ver uno tras otro los carteles que anuncian “Después de Talampaya, visite Villa Unión”. Y al final, pensándolo bien, el consejo parece más un ruego, una plegaria.

Acá todo se mantiene igual, detenido en el tiempo, que corre más lento. Igual se ve la Cuesta de Miranda, la ruta que bordea el camino de montaña que lleva hasta Chilecito y que sube y baja entre los 2 y 5 mil metros, donde Miguel se murió zigzagueando en una ambulancia entre precipicios cuando era un chico normal y todavía no tenía nada de milagroso. El paisaje tampoco cambió y los cardones, que por ahí se multiplican, son los únicos testigos.

Villa Unión podría ser un pueblo más en la ruta, con su Plaza General San Martín, la iglesia, la legislatura y la municipalidad a la vuelta. Pero no lo es, es el pueblo de Miguel, “donde antes había muchas brujas”.

-Pero ya no quedan.

El que informa es Juan Carlos Cortez, único mozo y encargado de “La Palmera”, el reducto para turistas donde se consigue el mejor chivito de la precordillera riojana. Ahí nomás –cuenta Cortez, sin que se lo pida- cuando el cocinero y el curandero del pueblo que compartía la pensión con él o salvo del gualicho de un viejo brujo de por acá, cuando acaba de llegar de su Vinchincha natal. Recién cuando termina de recordar puedo preguntarle por Miguel Ángel.

-Sí, dicen que hace milagros y mucha gente cree en él. Yo no, porque soy evangelista- larga Cortez, como si su iglesia lo abstuviera de santos oficiales y también de estos otros más inexplicables.

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La mujer que tal vez más veces haya tocado un muerto no se inmuta ante la cara derretida y el cuerpo momificado de su hijo, un detalle en el que nadie parece reparar demasiado. Los fieles sólo alegan “milagro” y los escépticos, las “condiciones climáticas”. A Argentina la discusión la tiene sin cuidado, para ella es una prueba más de que Miguelito está vivo, a su manera. Por eso husmea, en cambio, en el cuarto lateral de la bóveda de Migue, donde guarda los conjuntos con los que lo cambia, como si estuviera vivo, a pesar de que su duodécimo hijo de los quince que parió, haya muerto hace más de 42 años.

-Para nosotros no está muerto, no está muerto, para nosotros no está muerto- repite a pesar de la evidencia.

A ella no le importa, todas las mañanas llega temprano al cementerio municipal para abrir la bóveda, una especie de dúplex vidriado. A última hora, vuelve para cerrarla. No vaya a ser cosa que alguien se robe al santito de Villa Unión. El temor no parece del todo injustificado, no después de que alguien le arrancara el meñique a Miguel. Justo el dedo donde llevaba un anillo de oro, un símbolo generoso y ostentoso de agradecimiento por los favores recibidos.

Pavón, la primera vez que lo vi, aportó el dato tan incomprobable como sus 13 mil ejemplares de que el anillo era un regalo del ex presidente Menem, como otros políticos, un secreto devoto del angelito de Villa Unión.



-¿Menem? También anda, ha venido con el padre- balbucea y no sé si se refiere al padre de Menem o al Padre Quique, el anterior cura del pueblo durante doce años. No me animo a preguntar, guardo toda mi concentración para intentar descifrar las palabras más abiertas que salen del cerrojo de su acento riojano, insuperablemente riojano. Ella no se percata, ella sólo habla.

-Lo vi a entrar una vez. Vienen médicos, vienen todos. Sí ha andado Menem por el pueblo. Una vez que ganan ya se olvidan, ya cuando ganan, pasan no lo miran ni saludan, todos son así-larga sin titubear, sin sintaxis, la madre de Miguel, que no niega ni afirma la versión de Pavón.

La cripta o el altar de Miguel Ángel se ve grande, se ve inmensa. Es la única construcción del cementerio que tiene dos pisos. Uno para el difunto milagroso, otro para el depósito de peluches que después Argentina dona. No hay nada parecido a la vista, pero por algo el cementerio se llama como el muerto. En los últimos años el santito de Villa Unión sumó una calle con su nombre, donde vive Alicia, una de sus hermanas, tal vez los reconocimientos sigan, al fin de cuentas Miguel Ángel Gaitán le dio a Villa Unión un símbolo, una bandera, incluso una excusa para que la gente de afuera se detenga. Tal vez un día cambien el nombre de Villa Unión por el de Miguelito Gaitán, quién sabe. Si hasta hubo un intendente que entusiasmado por la convocatoria de Miguel “ofreció” sacarlo de ahí y llevar la urna del muerto a la loma de la vieja usina eléctrica, en la cima del cerro bajo que domina toda la vista del pueblo. Ahí en el mirador donde esté el bronce de Felipe Varela, que mira guapo y mete miedo, querían exhibir a Miguel, como el cartel de Hollywood o algo así. No hubiera estado mal, despintado y todo, deslucido por el viento zonda, la lluvia y el tiempo, todavía asusta el caudillo. Ahí, al resguardo del último montonero, del heredero del Chacho querían poner la grutita del santo. Si se le animó a Mitre, como no iba a poder cuidar de Miguel. Pero Argentina se opuso.

Dulces, juguetes y pedidos en el cajón del angelito. Foto: Néstor García


Ella prefiere seguir cuidándolo, seguir con su rutina. Ir de su casa al cementerio y de allá a la finca, donde su marido, Bernabé Gaitán, corta leña con fuerza y precisión, con sus 80 años a cuesta. Ahí, al sol indispensable en invierno, insoportable en verano, me habla Argentina -ahora vienen menos a ver a Miguel-. Ahora está caro el pasaje desde San Juan o desde cualquiera de las otras provincias desde donde venían los peregrinos para agradecer y pedirle al angelito, antes de volverse cada uno a su pago, con lo justo. El auge fervoroso de Miguel, concede la Argentina, fue allá lejos por el 97´, cuando la historia de su hjio llegó a oídos de un productor de Susana Giménez. Justo ahí lo sagrado se mezcla con los kitsh. Las dos esferas tienen fieles y lo curioso es que muchas veces son los mismos. Argentina, que no es la Virgen María, pero es la madre del santito del pueblo, todavía guarda en el living oscuro de su casa, como un trofeo, la foto en la que aparece junto a su marido y la mismísima diva televisiva. Fue la primera y la única vez que Argentina viajó a la capital y nunca se va a olvidar.

-Es lindo Buenos Aires, pero están muy sucias las calles, todo el barrio negro. Pero fue muy lindo, me atendió muy bien ella. Nos pagaban para dormir y para comer pero no para otra cosa- cuenta.

Ése no fue el único hito mediático del angelito. Sumó un programa especial en Infinito y otro en el canal 9 de La Rioja. Martín Caparrós contó su versión de la historia y la de algunos de estos personajes. Lo más grande, sin embargo, fue cuando Miguel y Villa Unión dieron la vuelta al mundo en una página de The New York Times. Pavón, para variar, fue un poco más lejos la primera vez que lo vi. Dijo que la nota se produjo después de que una copia de su libro llegara por intermedio de un conocido a la redacción del diario más importante del mundo. Doña Argentina, en cambio, se acuerda nomás del periodista norteamericano “que se pasaba de morocho”.

-Pero vienen todos, ha venido Tinelli, Ramón Díaz, mucho famosos- insiste Carlos, el menor de los Gaitán sobre los devotos de la farándula-

-También vino Gary que no podía cantar, porque tenía problema en la garganta, lo tocó a Miguel y después cantó en la peña

-Pero a veces Miguel no quiere salir en la foto ni cuando lo filman y me vienen a ver periodistas y es como si no quisiera que hable y me quedó sin voz- aporta la madre y no sé si es una amenaza sesgada de que pronto o en cualquier momento podría dejar de hablarme. Para mi mayor tranquilidad, Carlos cuenta con sus palabras cuando un periodista de la capital escribió una versión cínica y porteña de la historia de su hermano. Cuando la nota salió publicada, el pueblo fue a buscarlo al hotel en el que hospedaba para lincharlo, pero ya se había ido.

Cuando le pregunto por las intercesiones de Miguel, me cuentan varias de las historias que aparecen en el libro de Pavón. La mayoría de los casos son iguales, como el más famoso, el que llegó a Susana, el de Daniel Saavedra que ahora vive en La Rioja y se curó de una pancreatitis aguda. O el primero de todos, el de una chica que andaba mal de la garganta –mal que se moría- y también, cuando estaba por operarse, con pocas esperanzas de sobrevivir, tocó la garganta de Miguel Ángel. El diaguita me había contado una historia similar en la que una chica estaba tan desesperada que se persignó con la garganta del angelito con tanta fuerza y tanta mala suerte que terminó por arrancarle la cabeza al santo. Aunque suena más verosímil que la mayoría de las anécdotas de uno de los dos poetas de Villa Unión, no tengo el mal gusto, pero -fundamentalmente- no tengo e el valor de preguntarle a Doña Argentina si cuando cambia a su hijo muerto tiene especial cuidado en que la cabeza no salga rodando.

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De vuelta en el cementerio, de vuelta con Miguel, los hermanos Ruiz rezan frente al cajón, tapado con cristal donde yace el cuerpo de Miguel Ángel que está cubierto por cartas, juguetes y paquetes cerrados del día. Todos le agradecen a Miguelito Gaitán por “los favores recibidos”. Miguel Ruiz, no se me amedrenta, no se deja ganar por la congoja que se respira, toma una de las flores artificiales que adornar la cripta y promete devolverla una vez que termina con sus exámenes.

Los hermanos Ruiz prometen volver también el 9 de julio, para el cumpleaños del santito. Ese día, aseguran, la postal del cementerio vacío cambia por otra muy distinta, con gente llorando de tristeza y felicidad y arrastrándose de rodillas desde la entrada hasta el cajón transparente de Miguel, sólo para agradecer, sólo para pedir. Allí estarán, dicen.

Los estudiantes son desde siempre los primeros y desesperados creyentes de Miguel. Ahí se ven, entre más cartas, postales y chapas de agradecimiento, todas con la misma leyenda, todas de diferentes remitentes; títulos, boletines y cuadernos, de primario al terciario. El angelito, sin distinción, ayuda a todos. Pero estudiantes, enfermos terminales y amantes desesperados pelean el podio milagroso del angelito. “Quiero que Ana, mi ex mujer, vuelva a amarme más que nunca. Quiero tener una relación sólida con ella, que desee estar conmigo, que yo sea el verdadero amor de su vida, que, me ame de verdad”, ruegan en un papel arrugado las iniciales de T.B.V. Ningún deseo altruista, sólo tal vez, el de la voluntad del muerto.

Y ella vuelve, a pesar de las piernas que le fallan, que le dejaron la cara marcada en la última caída. Ella me lo había dicho, con otras palabras, pero me lo había dicho: “con Miguel no se jode”. Esa premisa se aprende rápido en el pueblo, porque sobran las historias de los regalos que Miguel devolvió a la casa o al auto de los que llegaron con un juguete y todo su escepticismo disimulado a cuestas. Si hasta –dice- hizo desaparecer por un rato a la hija de una cínica que se jactaba e no creer frente a la tumba de Miguel, y a la que no le quedó más remedio que arrepentirse. José Álamo el propietario y locutor de Radio 7, la más escuchada del pueblo, larga la historia de un manager de un grupo de folclore, que jodió con Miguel y terminó enfermo para siempre.

Añoro los vacíos de Argentina, sus tiempos muertos de silencio, ahora que José Álamo habla sin parar.Cuando cuenta cómo se recuperó de una esclerosis múltiple, algo científicamente imposible y cuando fustiga al intendente y a los políticos del pueblo. Habla rápido tal vez, porque es el único con Internet en Villa Unión, gracias a que lo dejaron colgarse del cable que llega a la policía. Todo el pueblo lo escucha. No suena tan descabellado pensar que Álamo tal vez tiene razón, tal vez zafó gracias a las cadenas de oraciones que organizaban para él a través del angelito. Desde entonces empezó a ir religiosamente todos los lunes al cementerio. Hace un tiempo dejó de ir.

-Lo hablé con él.

-¿Con Miguel?

-Sí el me entiende, además mi estudio de radio se llama “Miguel Ángel Gaitán”- cuenta detrás del cuadro del angelito que cuelga en la pared. Después de todo, Miguel puede ser jodido, pero también es flexible. Por las dudas, algunas de las chapitas grabadas con agradecimientos para Miguel, además de saludarlo, se disculpan: “Gracias por los favores recibidos. Perdón por la demora”.



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Doña Argentina tiene algo especial. Tuvo quince hijos, seis se le murieron, una es el santo de Villa Unión y otra la única testigo de Jehová que nació en el pueblo. Inés, cambió hace tres décadas Villa Unión por Villa Martelli y la siesta pueblerina por tres trabajos mal remunerados, a ella también le hacen ruido las ampliaciones de la casa, el 504, en fin; el retiro sustentable de su madre. Pero a decir verdad, más que nada parece envidia.

-Es que era pobre.

-Mi mamá era pobre, toda su vida trabajo como yo, haciendo limpieza y me llama la atención cómo hizo ese cambio- larga con acento diluido y vértigo aprehendido Inés por teléfono. Cuenta cuando hace 12 años su mamá le avisó que se iba para Buenos Aires por primera vez en su vida. -Me llamó para decirme que venía al programa de Susana y ahí me enteré yo lo de Miguel. Creo que no me decía nada porque pensaba que como yo tengo otra religión no me va a iba a gustar, pero es mi hermano y yo lo quiero- se arrepiente porque igual para hablar de Miguel siempre hay alguien más.


Para el cura del pueblo, “Miguel Ángel no es un santo”. Foto: Néstor García

El cura Eduardo Gutiérrez también se topó con la madre de Miguel. El año pasado Argentina fue a pedirle por primera vez que oficiara la misa del cumpleaños de Miguel, desde el cementerio, como siempre hizo Quique, su antecesor. Se excusó, porque tenía compromisos y consiguió un reemplazo, pero no está seguro de que este año vaya a ser de la partida. Tiene más calle y más desconfianza el padre, se le nota. No lo convence el santito, prefiere hablar de la profunda religiosidad popular, esa que llena de altares casi todas las casas del pueblo, de las 32 capillas de la zona, del culto a los difuntos, de los sagrado, desde donde se empieza a “educar” y “evangelizar”. Pero para Gutiérrez, no hay muchos elementos para relacionar a Miguel Ángel con “lo religioso, porque no es la Difunta Correa ni el Gauchito Gil”, a los que -dice- les ofrecen sacrificios, le ofrecen cambiar de vida y sí hay una relación con lo divino. “Miguel Ángel no es un santo intercesor, es una persona que otorga favores, que no llega a la vida de uno”, dice Gutiérrez con sinceridad y sin demagogia.

Argentina prefiere a Quique. Todavía se acuerda, cuando el ex párroco salió al cruce de un cura de sanjuanino. “Con Miguel no te metás, le dijo” recuerdan con una sonrisa la madre del santito. Quique fue el primero que le preguntó si había habido curanderos en su familia que explicaran la transformación milagrosa de Miguel. Ahí surgió el nombre del abuelo de Argentina, Cándido Caliva. Ahí la fe en el santito se volvió más familiar y lógica, al menos para la madre.

Quique la recuerda con cariño, la protege con las palabras, desde Cachongasta donde ahora trabaja.

-Hay algunos sacerdotes que están muy parados en su dogma. Superstición, primitivo y un montón de estupideces, dicen Que dejen que el obispo de La Rioja y los sacerdotes de acá veamos qué hacer con Miguelito Gaitán. Quique también tiene sus santos preferidos, como monseñor Angelelli, que cuano llegó a La Rioja le dijo que le tenía que quedar la panza verde de tomar mate con la gente. Y él se lo tomó a pecho.

-Para la doctrina tradicional de la Iglesia, no hay dudas de que Miguel Ángel está junto a Dios en el cielo. Esta historia tiene profundas raíces cristianas.

-¿Cuáles?

-Lo de Miguel es un fenómeno de fe. La fe es la que sana y la fe es la que soluciona heridas o dolores que se tienen en el corazón o en el alma y quién soy yo para cuestionar esa fuerza. Yo nunca le pedí nada a Miguel, yo soy fruto de una concepción más racionalista de la fe. La vida y el contacto con la gente te obligan a musitarle a Dios, un poco en silencio, que por favor te contagie de la fe de ellos. Me dicen: “Padre usted que está más cerca de Dios”, y a mí me da un verguenzón terrible, porque yo los veo a ellos y para ellos Dios es una presencia muy cercana en la vida, es la única certeza con la que cuentan. A veces, yo me he sentido más necesitado en la fe que ellos. Si encontraron a Dios a través de Miguel, está bien, yo les digo que los va a acompañar siempre.

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Se acaban las anotaciones al margen y nadie en Villa Unión puede asegurar con certeza cuándo y cómo se forjó exactamente la leyenda de Miguel. Ni Argentina, ni el cura, ni siquiera el poeta, que todo lo documenta. La respuesta no está a la vuelta, pero a 500 metros de la casa de los Gaitán, en Banda Florida, el pueblo ubicado a 2 kilómetros de Villa Unión, del otro lado del Bermejo, donde vive Emir Rodríguez. “Ruchila” no va mucho a ver a Miguel, es uno de los tantos empleados vitalicios de la “muni”, pero a diferencia de ellos, sí sabe de qué manera se hace un santo. Porque él descubrió a Martita, un versión de Miguel más acotada, ambientada en La Banda, del otro lado del río, con sus colores y su olor, un lado “b”, con sus propios famosos, pero de más baja calaña.

El día de las ánimas del 95´a Ruchila lo mandaron a limpiar el viejo cementerio indio que está enclavado en lo alto del cerro, desde donde se contempla la mejor vista de Villa Unión y el perfil más impresionante de los 6250 metros del Famatina.

-Si pateás la tierra, hay un muerto, por todas partes. Yo estaba barriendo y ahí, contra la pared del cerro, encontré el cajoncito abierto de Martita Ríos, y el cuerpo entero.

-Le dije a mi compañero, vas a ver que ésta hace milagros, como Miguel Ángel, vas a ver.

“Así nace un santo”, podría decir Ruchila que se consiguió un trabajo parecido al de Argentina. Guarda los cuadernos llenos de agradecimientos, miles de páginas y, aun así, muchas menos que las de Miguel.

-Pero está más entera que el angelito. Tiene todo el cuerpo. Miguel Ángel es el cuerpo y nada más.

-Pero Martita no tiene ojos, no tiene nariz.

-Se los comieron los pericones que merodean el cerro- reconoce Ruchila que guarda la llave del bloque de cemento que un favorecido donó para cuidar a Martita de la intemperie. Y me invita a pasar al día siguiente para que vayamos juntos al cementerio, porque su mujer cambia a Martita como Doña Argentina a Miguel, y me promete que me saca una foto levantando a la muertita, y también, por supuesto, lo más importante, a me invita a tomar un vino patero, el mejor, que sospecho ya anduvo tomando.

Sus vecinos los Gaitán ya me hablan de ella y de cuánto mejor conservado está Miguel. No hay rivalidad, dicen, pero igual aclaran, los vecinos de Ruchila:

-No son iguales. Miguel está blando, lo tocás y está blandito…

-Tiene la cejitas todo…está enterito

-Le falta el dedito nomás- dice Carlos, que algún día tal vez herede el trabajo de su madre, que todos los días toca un muerto, a su hijo, el santito de Villa Unión.

“La Martita”. La santita de Banda Florida es menos popular. Foto: Néstor García



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