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Chet Baker: entre el cool jazz y la vida sinuosa

  • estacionchilecito
  • 3 ene 2021
  • 12 Min. de lectura

Foto: Bruce Weber
Foto: Bruce Weber

Estación Chilecito les propone un recorrido por la vida de una referencia esencial del jazz contemporáneo: el trompetista y cantante Chet Baker.

Su técnica instrumental y su estilo vocal han sellado la evolución del cool jazz.

Hemos seleccionado dos artículos que nos introducen, desde perspectivas distintas, en aspectos de su arte y de una vida marcada por excesos.

Chet Baker, el ángel de la voz triste



Foto: Michiel Hendryckx
Foto: Michiel Hendryckx

Por Nicolás Pichersky. Editado en La Nación, 28 diciembre de 2019

El trompetista del cool jazz, que hubiera cumplido 90 años el lunes pasado, marcó con su música y su imagen mucho de lo que vino después. En la imagen, Baker con su querido instrumento, en una fotografía de 1983.


Su media sonrisa, la piel que parecía tallada en alabastro, sus ojos avellanados y una pequeña voz áurea. Estas características hicieron de Chet Baker un singular músico de jazz, muy popular. Trompetista primero y luego, y sobre todo, cantante, hubiera cumplido 90 años el lunes pasado.

Fue uno de los artistas pop más importantes de la segunda mitad del siglo XX. La definición suena extraña, más cuando la cultura del rock ha impuesto esa forzada y aburrida antinomia de "pop vs. rock" (el primero, dicen, sería más suave, más visual, más sintético; el segundo, más directo, más sensorial, más auténtico). Pero pop, al fin y al cabo, es la apócope de popular, y en la tradición de la música norteamericana también fueron estrellas pop Ella Fitzgerald o Frank Sinatra, que sobrepasaron el jazz al convertirse en artistas masivos. Y si bien la figura de Baker parece lejos del pop de artistas contemporáneos que reconocemos por su imaginería visual, como Lady Gaga o Katy Perry, sería imposible diferenciar su música de su imagen.

Chet era una "oakie", un joven pobre de Oklahoma, una de las zonas más castigadas durante la Gran Depresión. Autodidacta, aprendió en bandas militares y breves estadías en escuelas de música (en ninguna duró más de un año y medio), y se convirtió en un exponente del jazz de la Costa Oeste y su cool jazz de los 50. De estilo intimista, su look de estrella de cine (Hollywood le hizo varias ofertas, pero él prefirió seguir su carrera musical) remitía a la belleza de algunos héroes beatnik y a la rebeldía del momento (Jack Kerouac, James Dean). Su fisonomía transmitía "ese viejo sentimiento" (como se titula uno de los standards de jazz que más interpretó) que aún persiste al verlo: el del hipnotismo ante su belleza. Como trompetista y cantante, Baker desarrolló un estilo acorde a su aspecto físico: bello, ambiguo, vulnerable, provocador y sensual.


Sus fotos, pero sobre todo las tapas de sus discos, ayudan a entender la carrera de alguien cuya voz fue tan discutida como adelantada a su tiempo. La voz susurrada, clara, confesional y sin vibrato de João Gilberto no hubiese existido sin la influencia de Chet. Desde sus primeros discos propios (luego de sus colaboraciones junto otro de los héroes del cool jazz, su amigo y rival Gerry Mulligan), puede apreciarse su fotogenia. En Chet Baker & Strings, Chet Baker Sings y Chet Baker Sings and Plays ya se aprecian un pathos conmovedor que se detiene en pocas canciones para reinterpretarlas una y otra vez hasta llegar a la perfección (uno de los mayores estilistas y perfeccionistas del tango, Horacio Salgán, también elegiría, a miles de kilómetros de distancia, un puñado de tangos para hacerlos suyos durante décadas hasta llegar al refinamiento total).


Chet Baker canta como si no le costara esfuerzo. Su estilo vocal, que concilia a un tiempo descaro y pudor, nos enfrenta a nuestros sentimientos más profundos. Su voz arrulladora innovó con canciones de cuna para adultos (solos, enamorados o acompañados). Los tres discos inaugurales podrían componer una suerte de "Fragmentos del discurso amoroso" del swing. Si la comparación con Roland Barthes suena excesiva, pruebe el lector unir los títulos de las canciones de estos álbumes: "No sabés lo que es el amor", "Pero no para mí", "Me llevo muy bien con vos", "Nunca habrá nadie como vos", "Perdámonos", "Te recuerdo", "Alguien que me cuide", "Solo amigos", y por supuesto "My Funny Valentine", su himno personal y su mayor éxito, que grabó casi 40 veces a lo largo de su carrera. Y que habla de las imperfecciones del amado a que, por supuesto, el amante advierte, aunque le importan muy poco: "Tu figura no es muy griega que digamos/ tu boca es demasiado pequeña/ y cuando la abrís me pregunto si sos inteligente". (¿Habrán pensado Antônio Carlos Jobim y Newton Mendonça en esta canción cuando compusieron "Desafinado", célebre en la versión de João Gilberto, que narra las burlas que recibe un enamorado con pocas aptitudes para el canto?).


Este no es un laboratorio de escenas como el experimento barthesiano, compuesto por las lecturas de Goethe, Freud, o Proust. Es, pues, la figura de cantante y trompetista enamorado la que canta y (nos) dice las verdades o ilusiones de Richard Rodgers, Lorenz Hart, Cole Porter, George Gerswhin y todos los creadores del cancionero norteamericano. Después de todo, Marc Danval, periodista especializado en jazz, dijo de la música de Baker que era "uno de los lamentos más hermosos del siglo XX" y lo comparó con Baudelaire, Rilke y Poe.


En las tapas de estos discos, en su mayoría tomas del mayor fotógrafo de jazz de la época, William Claxton, la relación de la belleza de Chet con la subjetividad estética de su tiempo es palpable. Pero es en los discos póstumos como Embraceable You, y las antologías My Funny Valentine, The Best of Chet Baker Sings o The Pacific Jazz Years donde ocurre algo casi anticipatorio: la culminación fotogénica de su cuerpo y de su cara (el torso desnudo en muchos casos, su expresión facial triste y "blue", el mechón de pelo perfectamente desaliñado) prefigura un erotismo publicitario que marca la moda y el canon de belleza masculina hasta nuestros días. No es casual que la única película biográfica sobre Chet, la extraordinaria Let's Get Lost, de 1988, haya sido producida y dirigida por el fotógrafo de modas Bruce Weber, conocido por sus campañas masculinas de Calvin Klein, Ralph Lauren y Gianni Versace. En las fotos del músico en blanco y negro junto a su novia de ese momento, Halema. Alli, se refleja lo que el escritor Mark Strand escribió sobre la pintura Aves nocturnas de Edward Hopper: "La soledad del viaje, junto con nuestro sentimiento de pérdida y de pasajera ausencia, se harán inevitablemente presentes".


El viaje por la música que Baker comenzó en los años 50 coincide con una huida hacia la drogadicción (de la que nunca escapó, hasta su misteriosa muerte). Pasó un año y medio en una cárcel de Italia (país en el que por su belleza lo apodaron "l'angelo") e incluso en prisión seguía firmando autógrafos. Aunque más errático, en las siguientes décadas no dejó de hacer discos maravillosos, como Baby Breeze, de 1964, donde interpreta "Born to be blue" y hace una agónica versión de "A taste of honey", famosa también en la versión de los Beatles.


Con el tiempo, en un mundo que cada vez se aceleraba más, Chet fue alcanzando un nirvana musical y personal de frases más cortas en su trompeta y una voz aún más susurrada. Al mismo tiempo, menguaron sus escándalos con la prensa. Tal vez estuviera empezando a despedirse. Tal vez, habiendo visto sus propios demonios o los del contorno de un american dream al que nunca accedió del todo, se negase a emitir notas o palabras de más.


En el relato de John Cheever "El gusano en la manzana", el narrador, al describir una familia brillante y feliz y notar que su hogar estaba repleto de enormes ventanales, se pregunta con perspicacia: "¿Quién, excepto alguien con tal complejo de culpabilidad, querría que entrase tanta luz en su casa?"


¿Qué mundo despojado de ternura escondería Chet Baker para contar y cantar algunas de las canciones más dulces, radiantes y tiernas de las últimas décadas? En su biografía La larga noche de Chet Baker, James Gavin escribe: "Tocaba standards como caricias, como si cada nota se estuviese despidiendo del mundo cuando él cantaba o pulsaba la trompeta. Si juntamos todas las canciones que interpretaba Chet, se forma una guía onírica del corazón".


Tal vez nunca una voz masculina haya inspirado tanta cercanía. Y es probable que sin su estilo e influencia el mundo no disfrutaría hoy de artistas como Caetano Veloso, Harry Connick Jr., Enrico Rava o Chris Isaak. Su sombra parece acompañar hasta al atormentado y joven protagonista de la última película de Woody Allen, Un día lluvioso en Nueva York, que no deja de cantar uno de los favoritos de Chet, el standard "Everything happens to me".


A los 58 años, Baker cayó del tercer piso de un hotel con ventanas que no se abrían más de 30 cm. Nunca pudo esclarecerse esa muerte. Ocurrió en Ámsterdam, la ciudad repleta de ventanas luminosas y abiertas que acaso no escondieran nada.



Talento, heroína y mujeres: 30 años sin Chet Baker, el trompetista que renovó el jazz



GETTY IMAGES
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Por Javier Martinez. Editado por “El Mundo”, 13 mayo 2018


Apuró la vida sin ansia, tuvo que empezar de cero cuando le destrozaron los dientes en una pelea, fue rebelde y atractivo... Y una leyenda a la altura de Davis, Gillespie y Parker.


Hay que volver a la poesía sobre él, hay que regresar a sus discos, a la memoria que se construye desde una ingenua fascinación, para atenuar el impacto del latigazo de realidad que produce Deep in a dream. La larga noche de Chet Baker, el libro de James Gavin reeditado por Reservoir Books con motivo del trigésimo aniversario de la muerte del trompetista y cantante. Una vez consumado el desenlace que viene proclamándose desde que su adicción a las drogas se convierte en algo irremediable, después de más de 500 páginas que no son sólo el detallado relato de su contumaz proceso de autodestrucción sino también la historia del auge de un mito como los de antes, dotado de un talento que contribuyó a renovar el jazz desde el frenesí del bebop a la melancolía cool, incluso el más devoto e incondicional lector establece límites bien definidos entre su legado artístico y su dimensión personal, más que cuestionada entre el poder de las sombras de su biografía.


No se trata de establecer un juicio moral sino de atenerse a la verdad que se desprende de un trabajo exhaustivo, repleto de testimonios, de una historia apasionante en la que el autor arroja luz sobre la figura de uno de los grandes iconos de la música hasta discutir el halo de malditismo que Baker, dotado del poder de seducción que sólo poseen aquellos que han sido bendecidos por la naturaleza, supo rentabilizar hasta su trágica muerte al precipitarse desde el hotel Prins Hendrik de Amsterdam el 13 de mayo de 1988, a los 58 años. “Del mismo modo que había aprendido a seducir al objetivo de la cámara para que lo retratara de un modo irreal, aprendió a embellecer la verdad hasta convertirla en una intriga romántica de cuento de hadas”, advierte Gavin en las primeras páginas del libro.


Víctima de una infancia bronca, Baker ingresó por primera vez en el Ejército poco antes de cumplir los 17 años. Introvertido, guapo, atlético y rebelde, fue allí donde empezó a definir sus inquietudes musicales, que evolucionaron del swing de Harry James hasta el interés por la banda de Stan Kenton, para detenerse en el fulgor de Dizzy Gillespie y Charlie Parker y en la evolución de Miles Davis. Fascinado por Birth of the cool (1949), aquel chico de Oklahoma no tardó demasiado en seguir el rastro de Davis y modificar el rumbo del jazz hacia sonidos pronto identificados con la Costa Oeste. Parker, mentor y protector, que le había tenido en su grupo en 1952, vio pronto lo que traía el porvenir. “Andaos con cuidado, que hay un chaval blanco que os va a devorar”, anunció, convencido del valor musical de Chet.


Existía una nítida fractura entre los estilos que proliferaban de costa a costa en Estados Unidos, definida también por la distinción racial. «El jazz del Este era duro y negro, el del Oeste ligero y blanco, así era como sonaba', dijo el saxofonista Teddy Edwards, que vivía en Los Angeles. Cuando más famoso se hacía el jazz de la Costa Oeste, más vituperado era por los músicos de Nueva York, que lo calificaban de agónico y sin nervio, “los mismos clichés todo el tiempo”, como le dijo en una ocasión Max Roach a Miles Davis. Ante el rechazo de las grandes compañías discográficas, varios sellos independientes de la Costa Oeste, con Pacific Jazz a la cabeza, acogerían pronto el sonido que iba a tener en Chet Baker a su principal embajador.


El trompetista se convertiría pronto en uno de los más sinceros exponentes del movimiento beat, que se incubó en medio de la atmósfera volátil producto del final de la Segunda Guerra Mundial. “Muy pronto la generación beat argumentaría que era de idiotas hacer planes para un futuro que podía no llegar: era mejor apurar cada momento como si fuera el último. A finales de los años 50, Chet Baker vivía esa filosofía más peligrosamente que todos los beatniks”, escribe Gavin.


Uno de los personajes que aparece en Let's get lost, la película de Bruce Webber que se estrenó en 1988, a la que Gavin dedica varias páginas del libro, es William Claxton. El fotógrafo supo recrear como ningún otro el aura que emanaba del Chet primigenio, aún no vapuleado por los narcóticos. “En una de sus fotos más famosas situó a seis de los Lighthouse All-Stars en la playa con sus instrumentos y después trazó en la arena el nombre del grupo con grandes letras. Claxton presentó a Zoot Sims, Jack Sheldon y Chet Baker con camisetas blancas, como si fueran atletas universitarios. Casi todas las personas que fotografió aparecían felices y serenas, como si el acto creativo fuera la cosa más sencilla del mundo”. Nada que ver, compara el autor del libro que nos ocupa, con las pretensiones de los retratos de otro de los grandes de la época. “Francis Wolff, el fotógrafo de Blue Note Records, captaba intensas instantáneas de músicos de jazz en sótanos llenos de humo, con la lucha por la vida grabada en sus rostros sudorosos”.


Fue bajo la producción de Bob Whitlock, también el hombre que le inició en el consumo de heroína, cómo Baker empezó a abrirse camino en la música. Otro de los nombres capitales es el del saxo barítono Gerry Mulligan, junto a quien trabajó en diversos momentos de su vida. Las sensibles diferencias de aproximación a la música y que ambos estuvieran enganchados no facilitó que existiera sintonía personal. “En algún momento de 1953 [Mulligan] empezó a mirar mal a Chet Baker, cuya popularidad superaba a la suya sin que Baker hiciera ningún esfuerzo aparente. [...]. Mientras el saxofonista abordaba la música como un proceso intelectual extenuante, Baker simplemente se llevaba la trompeta a los labios y dejaba que la música fluyera”.


Poco antes de realizar su primera gira por Estados Unidos de la mano de Joe Glaser, un antiguo gángster que movía a gente del peso de Duke Ellington o Billie Holiday, Baker grabó en Pacific Jazz su primer álbum también como cantante, Chet Baker sings (1954), donde recreaba clásicos del gran libro de la música americana. El éxito comercial no vino acompañado de un aprecio unánime entre los músicos y algunos críticos empezaron a calificarle de “afectado” y “decadente”. Lo cierto es que ya nunca dejaría de cantar y aprendería a hacerlo con mayor grado de convicción incluso para aquellos que denostaban su voz.


Su estatura artística y el encanto arrebatador entre su multitud de seguidores creció paralelamente a los graves problemas que empezó a generarle su toxicomanía. En una época en la que los músicos de jazz apenas obtenían un porcentaje ínfimo de los beneficios que generaban, no escapó de dramáticas turbulencias relacionadas con el consumo continuado de sustancias prohibidas. El hurto, la delación, el paso por centros penitenciarios y clínicas de desintoxicación y el maltrato a algunas de las numerosas mujeres que sucumbieron a sus encantos son episodios recurrentes en su vida.


En 1966, poco después de que su esposa Carol diera a luz a su hija Melissa, se conoció un misterioso episodio del que el propio Baker contaría distintas versiones. Recibió una brutal paliza de cinco jóvenes negros que le robaron el dinero que llevaba para droga. A partir de ahí, se confunden datos más concretos, como el lugar, la fecha y el motivo de la agresión. “Todas las versiones tienen un único rasgo común: Baker fue atacado por los tíos de color y rechazado por los blancos”. El episodio se convirtió en una alegoría de la discriminación racial que había sentido durante toda su vida adulta», argumenta Gavin. Le rompieron los dientes y se vio obligado a reinventarse musicalmente. Trabajó con denuedo para lograrlo. Privado del empuje juvenil, empezó a sonar más demorado e intenso.


Se casó con Halema Alli, cuando ella sólo tenía 20 años. Tuvieron un hijo: Chesney Aftab. De su segundo matrimonio, con Carol, nacieron Dean, Paul y Melissa. Hubo otras dos mujeres importantes en la vida de Chet: Ruth Young y Diane Vavra. De uno u otro modo, en algunos casos hasta convirtiéndose en cómplices de su adicción, todas ellas trataron en vano de mantenerse a su lado, de construir un vínculo sólido. Saxofonista y percusionista, víctima también de una infancia para el olvido, Vavra fue su último amor. A ella le dedicó uno de sus discos más hermosos, grabado a dúo junto al pianista Paul Bley, bajo el título de Diane (1985).


Inseguro, renuente a asumir cualquier tipo de responsabilidad, atacado por el miedo escénico, Baker encontraba en la droga la mejor vía para escapar hacia un universo alternativo. Su breve autobiografía, As though I had wings. The lost memoir, editada en 1999 en España por Mondadori bajo el título Como si tuviera alas, es, además de un relato de su aprendizaje y crecimiento profesional, una desgarradora confesión sobre la magnitud de sus adicciones. Born to be blue, la película dirigida en 2015 por Robert Budreau, no pasa de un biopic corto de pretensiones.


Chet Baker encontró en Europa, donde pasó largos períodos, la admiración y el respeto que fue perdiendo en EEUU. Era un ídolo en Italia y Francia. Vivió bastante más de lo que su devastada salud y su más que deteriorada imagen advertían. Grabó discos postreros tan dignos como Quintessence, dos directos en Noruega junto a la banda de Stan Getz que aparecieron en el sello Concord. Su penúltimo concierto lo ofreció en Madrid, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista, con el guitarrista Philip Catherine y el bajista Marc Johnson, el 11 de marzo de 1988, dos meses y dos días antes de morir. «Tengo 57 años, y no es la forma en la que querría haber llegado a ellos, pero ya no hay otra», confesaba a la cámara de Bruce Weber en Let's get lost. Su viaje acabó a los 58.



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